Amo mi
cuerpo; sus vértebras hendidas
por aceros
vivientes, sus cartílagos
abrasados,
mi corazón ligeramente húmedo
y mis
cabellos enloquecidos
en tus
manos. Amo también
mi sangre
atravesada por gemidos.
Amo la
calcificación y la melancolía
arterial, y
la pasión del hígado
hirviendo
en el pasado, y las escamas
de mis
párpados fríos.
Amo el
estambre celular, las heces
blancas al
fin, el orificio
de la
infelicidad, las médulas
de la
tristeza, los anillos
de la vejez
y las sustancias
de la
tiniebla intestinal. Amo los círculos
grasientos
del dolor y las raíces
de los
tumores lívidos.
Amo este
cuerpo incomprensible
y su
miseria clínica.
El olvido
disuelve la
materia pensativa
ante los
grandes vidrios
de la
mentira. Aquí
no van a
quedar residuos.
No hay
causa en mí. En mí no hay
más que
imposibilidad y
un extraño
extravío:
ir de la
inexistencia a
la
inexistencia.
Es un
sueño; un sueño vacio.
.
Pero
sucede. Yo amo
todo cuanto
he creído
viviente en
mí. Amé las manos
grandes de
mi madre y
aquel
vértigo antiguo
de sus ojos
y aquel
cansancio
lleno de luz
y de frío.
Desprecio
la
eternidad. He vivido
y no sé por
qué. Ahora
he de amar
mi propia muerte
y no sé
morir. Qué equívoco.
Antonio
Gamoneda.
|
Estremecedor
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