Jorge Luis Borges - Don Quijote
Conferencia pronunciada en la Universidad de Austin
en 1968
Puede parecer una tarea estéril e ingrata discutir
una vez más el tema de Don Quijote, ya que se han escrito sobre él tantos
libros, bibliotecas enteras, bibliotecas aún más abundantes que la que fue
incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero. Sin embargo, siempre
hay placer, siempre hay una suerte de felicidad cuando se habla de un amigo. Y
creo que todos podemos considerar a Don Quijote como un amigo. Esto no ocurre
con todos los personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan
más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hubiera
menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del mismo modo en que
desairó a Rosencrantz y Guildenstern. Porque hay ciertos personajes, y esos
son, creo, los más altos de la ficción, a los que con seguridad y humildemente
podemos llamar amigos. Pienso en Huckleberry Finn, en Mr. Pickwick, en Peer
Gynt y en no muchos más.
Pero ahora hablaremos de nuestro amigo Don Quijote.
Primero digamos que el libro ha tenido un extraño destino. Pues de algún modo,
apenas si podemos entender por qué los gramáticos y académicos le han tomado
tanto aprecio a Don Quijote. Y en el siglo XIX fue alabado y elogiado, diría
yo, por las razones equivocadas. Por ejemplo, si consideramos un libro como el
ejercicio de Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes,
descubrimos que Cervantes fue admirado por la gran cantidad de proverbios que
conocía. Y el hecho es que, como todos sabemos, Cervantes se burló de los
proverbios haciendo que su rechoncho Sancho los repitiera profusamente.
Entonces, la gente consideraba a Cervantes un escritor ornamental. Y debo decir
que a Cervantes no le interesaba para nada la escritura ornamental; la
escritura refinada no le agradaba demasiado, y leí en alguna parte que la
famosa dedicatoria de su libro al Conde de Lemos fue escrita por un amigo de
Cervantes o copiada de algún libro, ya que él mismo no estaba especialmente
interesado en escribir esa clase de cosas. Cervantes fue admirado por su «buen
estilo», y por supuesto las palabras «buen estilo» significan muchas cosas. Si
pensamos que Cervantes nos transmitió el personaje y el destino del ingenioso
hidalgo Don Quijote de la Mancha, tenemos que admitir su buen estilo, o, más
bien, algo más que un buen estilo, porque cuando hablamos de buen estilo
pensamos en algo meramente verbal.
Me pregunto cómo hizo Cervantes para lograr ese
milagro, pero de algún modo lo logró. Y recuerdo ahora una de las cosas más
notables que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson dijo: «¿Qué es
el personaje de un libro?». Y respondió: «Después de todo, un personaje es tan
sólo una ristra de palabras».
Es cierto, y sin embargo, lo consideramos una
blasfemia. Porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckleberry
Finn o en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en ristras de palabras.
También podríamos decir que nuestros amigos están hechos de ristras de palabras
y, por supuesto, de percepciones visuales. Cuando en la ficción nos encontramos
con un verdadero personaje, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo
que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin
embargo existen. De hecho, hay personajes de ficción que cobran vida en una
sola frase. Y tal vez no sepamos demasiadas cosas sobre ellos, pero, especialmente,
lo sabemos todo. Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de
Cervantes. Shakespeare: Yorick; el pobre Yorick, es creado, diría, en unas
pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él, y sin embargo
sentimos que lo conocemos. Y tal vez, después de leer Ulises, conocemos
cientos de cosas, cientos de hechos, cientos de circunstancias acerca de
Stephen Dedalus y de Leopold Bloom. Pero no los conocemos como a Don Quijote,
de quien sabemos mucho menos.
Ahora voy al libro mismo. Podemos decir que es un
conflicto entre los sueños y la realidad. Esta afirmación es, por supuesto,
errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño es menos real
que el contenido del diario de hoy o que las cosas registradas en el diario de
hoy. No obstante, como debemos hablar de sueños y realidad, porque también
podríamos, pensando en Goethe, hablar de Wahrheit und Dichtung, de
verdad y poesía. Pero cuando Cervantes pensó escribir este libro, supongo que
consideró la idea del conflicto entre los sueños y la realidad, entre las
proezas consignadas en los romances que Don Quijote leyó y que fueron tomadas
del Matière de Bretagne, del Matière France y demás y la monótona
realidad de la vida española a principios del siglo XVII. Y encontramos este
conflicto en el título mismo del libro. Creo que, tal vez, algunos traductores
ingleses se han equivocado al traducir El ingenioso hidalgo don Quijote de
la Mancha como The ingenious knight: Don Quijote de la Mancha,
porque las palabras «Knight» y «Don» son lo mismo. Yo diría tal vez «the
ingenious country gentleman», y allí está el conflicto.
Pero, por supuesto, durante todo el libro,
especialmente en la primera parte, el conflicto es muy brutal y obvio. Vemos a
un caballero que vaga en sus empresas filantrópicas a través de los
polvorientos caminos de España, siempre apelado y en apuros. Además de eso,
encontramos muchos indicios de la misma idea. Porque por supuesto, Cervantes
era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los
sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la
monótona realidad común. Era una realidad creada por él; es decir, la gente que
representa la realidad en Don Quijote forma parte del sueño de Cervantes tanto
como Don Quijote y sus infladas ideas de la caballerosidad, de defender a los
inocentes y demás. Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de
los sueños y la realidad.
Por ejemplo, se puede señalar un hecho, y me atrevo a
decir que ha sido señalado con mucha frecuencia, ya que se han escrito tantas
cosas sobre Don Quijote. Es el hecho de que, tal como la gente habla todo el
tiempo del teatro en Hamlet, la gente habla todo el tiempo de libros en Don
Quijote. Cuando el párroco y el barbero revisan la biblioteca de Don Quijote,
descubrimos, para nuestro asombro, que uno de los libros ha sido escrito por
Cervantes, y sentimos que en cualquier momento el barbero y el párroco pueden
encontrarse con un volumen del mismo libro que estamos leyendo. En realidad eso
es lo que pasa, tal vez lo recuerden, en ese otro espléndido sueño de la
humanidad, el libro de Las mil y una noches. Pues en medio de la noche
Scherezade empieza a contar distraídamente una historia y esa historia es la
historia de Scherezade. Y podríamos seguir hasta el infinito. Por supuesto,
esto se debe a, bueno, a un simple error del copista que vacila ante ese hecho,
si Scherezade contando la historia de Scherezade es tan maravilloso como
cualquier otro de los maravillosos cuentos de las Noches.
Además, también tenemos en Don Quijote el hecho de
que muchas historias están entrelazadas. Al principio podemos pensar que se
debe a que Cervantes puede haber pensado que sus lectores podrían cansarse de
la compañía de Don Quijote y de Sancho y entonces trató de entretenerlos
entrelazando otras historias. Pero yo creo que lo hizo por otra razón. Y esa
otra razón sería que esas historias, la Novela del curioso impertinente, el
cuento del cautivo y demás, son otras historias. Y por eso está esa relación de
sueños y realidad, que es la esencia del libro. Por ejemplo, cuando el cautivo
nos cuenta su cautiverio, habla de un compañero. Y ese compañero, se nos hace
sentir, es finalmente nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, que escribió
el libro. Así hay un personaje que es un sueño de Cervantes y que, a su vez,
sueña con Cervantes y lo convierte en un sueño. Después, en la segunda parte
del libro, descubrimos, para nuestro asombro, que los personajes han leído la
primera parte y que también han leído la imitación del libro que ha escrito un
rival. Y no escatiman juicios literarios y se ponen del lado de Cervantes. Así
que es como si Cervantes estuviera todo el tiempo entrando y saliendo
fugazmente de su propio libro y, por supuesto, debe haber disfrutado mucho de
su juego.
Por supuesto, desde entonces otros escritores han
jugado ese juego (permítanme que recuerde a Pirandello) y también una vez lo ha
jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik Ibsen. No sé si recordarán que
al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufragio. Peer Gynt está a
punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y entonces Peer Gynt dice: «Después
de todo, nada puede ocurrirme, porque, ¿cómo puedo morir al final del tercer
acto?». Y encontramos un chiste similar en uno de los prólogos de Bernard Shaw.
Dice que de nada le serviría a un novelista escribir «se le llenaron los ojos
de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo le quedaban unos pocos capítulos de
vida». Y yo diría que fue Cervantes quien inventó este juego. Salvo que, por
supuesto, nadie inventa nada, porque siempre hay algunos malditos antecesores
que han inventado muchísimas cosas antes que nosotros.
Entonces tenemos en Don Quijote un doble carácter. Realidad y sueño. Pero al mismo tiempo
Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los
sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún
momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos
como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de
sueño. Y al final sentimos que, después de todo también nosotros podemos ser un
sueño.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando
Cervantes habló de La Mancha, cuando habló de los caminos polvorientos, de las
posadas de España a principios del siglo XVII, pensaba en ellas como cosas
aburridas, como cosas muy ordinarias. Algo muy semejante sentía Sinclair Lewis
al hablar de Main Street, y cosas así. Y sin embargo ahora palabras como La
Mancha tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de ellas.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles.
Cervantes, como él mismo dijo dos o tres veces, quería que el mundo olvidara
los romances de caballería que él acostumbraba leer. Y sin embargo si hoy se
recuerdan nombres tales como Palmerín de Inglaterra, Tirant lo Blanc,
Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se burló de ellos. Y de
algún modo esos nombres ahora son inmortales. Entonces uno no debe quejarse si
la gente se ríe de nosotros, porque por lo que sabemos, esa gente puede
inmortalizarnos con su risa.
Por supuesto, no creo que tengamos la suerte de que
se ría de nosotros un hombre como Cervantes. Pero seamos optimistas y pensemos
que podría ocurrir.
Y ahora llegamos a otra cosa. Algo que es tal vez tan
importante como otros hechos que ya les he recordado. Bernard Shaw dijo que un
escritor sólo podía tener tanto tiempo como el que le diera su poder de
convicción. Y, en el caso de Don Quijote, creo que todos estamos seguros de
conocerlo. Creo que no hay duda posible de nuestra convicción en cuanto a su
realidad. Por supuesto, Coleridge escribió sobre una voluntaria suspensión del
descreimiento. Ahora me gustaría entrar en detalles acerca de mi afirmación.
Creo que todos nosotros creemos en Alonso Quijano. Y,
por raro que parezca, creemos en él desde el primer momento en que nos es
presentado. Es decir, desde la primera página del primer capítulo. Y sin
embargo, cuando Cervantes lo presentó ante nosotros, supongo que sabía muy poco
de él. Cervantes debe haber sabido tan poco como nosotros. Debe haber pensado
en él como héroe, o como el eje de una novela de humor, pero no se ve ningún
intento de entrar en lo que podríamos llamar su psicología. Por ejemplo, si
otro escritor hubiera tomado el tema de Alonso Quijano, o de cómo Alonso
Quijano se volvió loco por leer demasiado, hubiera entrado en detalles acerca
de su locura. Nos hubiera mostrado el lento oscurecimiento de su razón. Nos
hubiera mostrado cómo todo empezó con una alucinación, cómo al principio jugó
con la idea de ser un caballero errante, cómo por fin se lo tomó en serio, y
tal vez todo eso no le hubiera servido de nada a ese escritor. Pero Cervantes
meramente nos dice que se volvió loco. Y nosotros le creemos.
Ahora bien, ¿qué significa creer en Don Quijote?
Supongo que significa creer en la realidad de su personaje, de su mente. Porque
una cosa es creer en un personaje, y otra muy diferente es creer en la realidad
de las cosas que le ocurrieron. En el caso de Shakespeare es muy claro. Supongo
que todos creemos en el príncipe Hamlet, que todos creemos en Macbeth. Pero no
estoy seguro de que las cosas ocurrieran tal como Shakespeare nos cuenta en la
corte de Dinamarca, ni tampoco que creemos en las tres brujas de Macbeth.
En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que
creemos en su realidad. No estoy seguro -tal vez sea una blasfemia, pero
después de todo, estamos hablando entre amigos, les estoy hablando a todos
ustedes; es algo diferente, ¿no?, estoy hablando en confianza-, no estoy del
todo seguro de que creo en Sancho como creo en Don Quijote. Pues a veces siento
que pienso en Sancho como un mero contraste de Don Quijote. Y después están los
otros personajes. Me parece que creo en Sansón Carrasco, creo en el cura, en el
barbero, tal vez en el duque, pero después de todo no tengo que pensar mucho en
ellos, y cuando leo Don Quijote tengo una sensación extraña. Me pregunto si
compartirán esta sensación conmigo. Cuando leo Don Quijote, siento que esas
aventuras no están allí por sí mismas. Coleridge comentó que cuando leemos Don
Quijote nunca nos preguntamos «¿y ahora qué sigue?», sino que nos preguntamos
qué ocurrió antes, y que estamos más dispuestos a releer un capítulo que a
continuar con uno nuevo.
¿Cuál es la causa? La causa, supongo, es que
sentimos, al menos yo siento, que las aventuras de Don Quijote son meros
adjetivos de Don Quijote. Es una argucia del autor para que conozcamos
profundamente al personaje. Es por eso que libros como La ruta de Don
Quijote, de Azorín, o la Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno,
nos parecen de algún modo innecesarios. Porque toman las aventuras o la
geografía de las historias demasiado en serio. Mientras que nosotros realmente
creemos en Don Quijote y sabemos que el autor inventó las aventuras para que
nosotros pudiéramos conocerlo mejor.
Y no sé si esto no es cierto con respecto a toda la
literatura. No sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que
aceptemos el argumento aunque no aceptemos a los personajes. Creo que eso no
ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tenemos que aceptar a su personaje
central. Y podemos pensar que estamos interesados en las aventuras, pero en
realidad estamos más interesados en el héroe. Por ejemplo, aun en el caso de
otro gran amigo nuestro -y le pido disculpas a él y ustedes por no haberlo
mencionado-, Mr. Sherlock Holmes, no sé si creemos verdaderamente en El
perro de los Baskerville. No lo creo, al menos yo creo en Sherlock Holmes,
creo en el Dr. Watson, creo en esa amistad.
Y lo mismo ocurre con Don Quijote. Por ejemplo,
cuando cuenta las extrañas cosas que vio en la cueva de Montesinos. Y sin
embargo, yo siento que él es un personaje muy real. Las historias no tienen
nada especial, no se ve ninguna ansiedad especial en la urdimbre que las une,
pero son, en cierto sentido, como espejos, como espejos en los que podemos ver
a Don Quijote. Y sin embargo, al final, cuando él vuelve, cuando vuelve a su
pueblo natal para morir, sentimos lástima de él porque tenemos que creer en esa
aventura. El siempre había sido un hombre valiente. Fue un hombre valiente
cuando le dijo estas palabras al caballero enmascarado que lo derribó:
«Dulcinea del Toboso es la dama más bella del mundo, y yo el más miserable de
los caballeros». Y sin embargo, al final, descubrió que toda su vida había sido
una ilusión, una necedad, y murió de la manera más triste del mundo, sabiendo
que había estado equivocado.
Ahora llegamos a lo que tal vez sea la escena más
grande de ese gran libro: la verdadera muerte de Alonso Quijano. Tal vez sea
una lástima que sepamos tan poco de Alonso Quijano. Sólo nos es mostrado en una
o dos páginas antes de que se vuelva loco. Y sin embargo, tal vez no sea una
lástima, porque sentimos que sus amigos lo abandonaron. Y entonces también
podemos amarlo. Y al final, cuando Alonso Quijano descubre que nunca ha sido
Don Quijote, que Don Quijote es una mera ilusión, y que está por morirse, la
tristeza nos arrasa, y también a Cervantes.
Cualquier otro escritor hubiera cedido a la tentación
de escribir un «pasaje florido». Después de todo, debemos pensar que Don
Quijote había acompañado a Cervantes muchos años. Y, cuando le llega el momento
de morir, Cervantes debe haber sentido que se estaba despidiendo de un viejo y
querido amigo. Y, si hubiera sido peor escritor, o tal vez si hubiera sentido
menos pena por lo que estaba pasando, se hubiera lanzado a una «escritura
florida».
Ahora estoy al borde de la blasfemia, pero creo que
cuando Hamlet está por morir, creo que tendría que haber dicho algo mejor que
«el resto es silencio». Porque eso me impresiona como escritura florida y
bastante falsa. Amo a Shakespeare, lo amo tanto que puedo decir estas cosas de
él y esperar que me perdone. Pero bien, también diré: Hamlet, «el resto es
silencio»... no hay otro que pueda decir eso antes de morir. Después de todo,
era un dandy y le encantaba lucirse.
Pero en el caso de Don Quijote, Cervantes se sintió
tan sobrecogido por lo que estaba ocurriendo que escribió: «El cual entre
suspiros y lágrimas de quienes lo rodeaban», y no recuerdo exactamente las
palabras, pero el sentido es «dio el espíritu, quiero decir que se murió».
Ahora bien, supongo que cuando Cervantes releyó esa oración debe haber sentido
que no estaba a la altura de lo que se esperaba de él. Y sin embargo, también
debe haber sentido que se había producido un gran milagro. De algún modo
sentimos que Cervantes lo lamenta mucho, que Cervantes está tan triste como
nosotros. Y por eso se le puede perdonar una oración imperfecta, una oración
tentativa, una oración que en realidad no es imperfecta ni tentativa sino un
resquicio a través del cual podemos ver lo que él sentía.
Ahora, si me hacen algunas preguntas trataré de
responderlas. Siento que no he hecho justicia al tema, pero después de todo,
estoy un poco conmovido. He vuelto a Austin después de seis años. Y tal vez ese
sentimiento ha superado lo que siento por Cervantes y por Don Quijote. Creo que
los hombres seguirán pensando en Don Quijote porque después de todo hay una
cosa que no queremos olvidar: una cosa que nos da vida de tanto en tanto, y que
tal vez nos la quita, y esa cosa es la felicidad. Y, a pesar de los muchos
infortunios de Don Quijote, el libro nos da como sentimiento final la
felicidad. Y sé que seguirá dándoles felicidad a los hombres. Y para repetir
una frase trillada y famosa, pero por supuesto todas las expresiones famosas se
vuelven trilladas: «Algo bello es una dicha eterna». Y de algún modo Don
Quijote -más allá del hecho de que nos hemos puesto un poco mórbidos, de que
todos hemos sido sentimentales con respecto a él- es esencialmente una
causa de dicha. Siempre pienso que una de las cosas felices que me han ocurrido
en la vida es haber conocido a Don Quijote.
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