Los cinco
golpes y el corazón
"Nadie puede seguir a nadie al laberinto de los espejos
rotos, donde no se busca consuelo porque no se lo encuentra ni se busca arreglo
porque no lo hay"
Buenos Aires
Pasó hace poco. Era de noche. Yo estaba sentada en el piso de
la cocina, él en una silla, cerca de la ventana. Escuchábamos música pero yo
estaba ausente, pesarosa. Me preguntó “¿Qué pasa?”. Días atrás yo había mirado
fotos de nuestros viajes. Las playas, los volcanes, los autos medio rotos que
alquilábamos en el Asia. Recordé la vez en que la camioneta en la que íbamos y
que él, con ese rostro de belleza revolucionaria, conducía como un gladiador
por el límite entre Tailandia y Myanmar, se deslizó colina abajo por un camino
de barro bajo una lluvia torrencial, se tornó inmanejable y estuvimos a punto
de caer por un precipicio. Recordé el modo sereno y marcial con que me ordenó
“Saltá” y la manera cobarde en que le dije “No”, porque no quería una vida sin
él. Cuando nos conocimos éramos dos tifones. Nadie daba nada por nosotros. Dos
semanas, decían. Como mucho tres. Pasaron décadas. En la escena final de Kill
Bill, la película de Quentin Tarantino, Uma Thurman le aplica a David Carradine
el golpe de cinco puntos y palma que revientan el corazón. Una vez golpeada, la
víctima no tiene escapatoria: apenas dé un paso caerá muerta. Yo llevo desde
siempre ese golpe en mí. Me lo dio un fantasma antes de nacer y cada tanto me
fulmina. Él, que es el fondo de mi pozo sin fondo, nunca se asustó por eso.
Siempre se mantuvo paciente esperando mi resurrección. No tiene idea de quién
soy pero me conoce absolutamente. Esa noche, sentada en el piso, no le dije
nada. Sólo sonreí. ¿Qué hubiera podido decirle, excepto “Estoy en la oscuridad
bailando con extraños, profundamente amenazada”? Nadie puede seguir a nadie al
laberinto de los espejos rotos, donde no se busca consuelo porque no se lo
encuentra ni se busca arreglo porque no lo hay. Entonces él se levantó, tomó
una copa, sirvió vino, me la acercó y dijo “Te voy a emborrachar”. Le dije
“Bueno. Si venís conmigo”. Y eso hizo. Así fue como entramos juntos en la noche
sin alma pero repleta de nosotros dos. Sin quejas, sin reclamos, sin pedir
explicaciones, hizo lo que hacen los que aman: me dejó caer completamente sola.
Después, como siempre, me miró triunfar.
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